Después de leer las cinco primeras páginas, soporíferas en grado sumo, puse un temporizador de 30 minutos y decidí que si en ese tiempo no me ofrecía nada, lo dejaría. Y lo dejé, incluso antes de que sonara (¡qué desfachatez!).
Me pasa lo mismo que con gran parte de la literatura española del siglo 20 y anteriores: desprende un olor a rancio que es difícil ignorar. Puedo entender que alguien (probablemente mayor de 50) aprecie el alambiqueísmo de la prosa y sus filigranas o la capacidad de Díez para dar vida a los diálogos, pero nada de esto aligera la sensación de que te están metiendo en la boca una mezcla pastosa de cotilleo rural pseudosofisticado y petulancia lingüística que amenaza con atascar la epiglotis y hundir tu cerebro para siempre en el fango enmohecido que se extiende en las vegas y sus alrededores.
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