Hasta la página 90 dejé que Lemebel me lamiera la oreja, resistiendo el exceso de saliva y un aliento conchetumadre que despedía términos desconocidos (pololo, chasquillas, copuchenta, huaso, patipelá...) y algún que otro devaneo insustancial. Porque él era gay y su padre le quiso enderezar cinturón en mano y tuvo que irse de casa. Pregunto en las calles y me dicen que es una historia de amor muy bonita. Escribe Pedro que "no faltaría el roto que le moliera el mojón por un plato de comida".
Respeto la singularidad de la prosa y su fritanga de amaneramientos. Acepto los trazos políticos y la rebelión, sobre todo cuando habla la mujer de Pinochet. Pero aborrezco la historia sentimental folletinesca (aquí le doy la mano a Bolaño) y esa angulosidad digresiva que destroza los nenúfares cuando mis ojos intentan bailar por encima de sus aguas.
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